Extraído
del libro de
Daniel López-Cañete Quiles
"Jaime Juan Falcó, Obras Completas Vol.
I", con permiso explícito del autor.
VIDA
Jaime Juan Falcó nació en Valencia, el año 1522. Sus padres
eran D. Jaime Falcó, que pertenecía al estamento de los
caballeros y sirvió a Carlos V durante las Germanías, y Dª
Violante Segura, también de linaje
rancio.
Según sus biógrafos, cuando niño se reveló como un portento
de precocidad en el dominio del latín. A los ocho años
recitaba de memoria todo Virgilio, sabía las cantidades de
las sílabas, y detectaba al oído versos defectuosos que
corregía sobre la marcha. No nos consta quiénes fueron sus
maestros. Sí sabemos que durante el siglo XVI alcanzaron en
Valencia gran esplendor los estudios clásicos, sobre todo
el latín, que era objeto de enseñanza eficaz en las
escuelas, tenía fuerte arraigo entre universitarios,
juristas y teólogos, y no era desconocido en otros sectores
de la sociedad, como lo indica el público relativamente
extenso que presenciaba comedias humanísticas en esa
lengua; las habilidades de Falcó en su infancia podrían
reflejar, junto a su propio talento innato, ese ambiente
cultural de la ciudad.
En su primera adolescencia estuvo a punto de echarse a
perder. Por negligencia de sus padres, abandonó la práctica
de las humanidades y se envició en los juegos de azar.
Pronto se arrepiente de su desvío —al poco de
regenerarse escribirá dos sátiras contra el juego— y
llevado de su natural inclinación regresa a los hábitos del
estudio. Recorre (en latín; su aprendizaje del griego
ocurrirá más tarde) la filosofía de Aristóteles y Platón;
lo seducen las matemáticas, la geometría, la astrología.
Nuevo dato admirable: Falcó adquirió tan surtida ciencia
sin asistir a la Universidad, y estudiando sólo en su casa,
sin más maestro que sí mismo.
Así y todo, el Estudi
General valenciano
no le fue ajeno. En su obra poética se encuentran epigramas
dedicados a Luis Peris, catedrático de medicina, hebreo y
matemáticas. Conoció también a Miguel Jerónimo Ledesma,
catedrático intermitente de griego desde 1533 hasta 1547 a
quien dedica un epigrama con motivo de la publicación de su
gramática de griego en 1545. Encontramos otro epigrama
laudatorio de Falcó en la Oratio
que en
1549 dirigió a los Jurats
de
Valencia Francesc Decio, en acción de gracias por su
cátedra «primera» de retórica, ejercida desde ese año hasta
1552. Existen, por otra parte, indicios de una relación
afectuosa con Juan Ángel González, que fue catedrático de
Poesía entre 1516 y 1548, fecha de su muerte. Pero si la
academia le dio ocasiones de amistad, claro está que
también de fobias. Blanco visible de éstas fue Juan Lorenzo
Palmireno, catedrático en el Estudi
entre
1553 a 1578, de Poesía, Griego, Retórica, Gramática y
Oratoria, y asimismo autor de comedias. Los dos poemas en
que fue atacado por Falcó apuntan justamente a su estro
cómico, al que nuestro valenciano hace culpable de
engendros bastardos y estridentes; con todo, tal vez su
faceta de gramático tampoco quedó indemne, si es que
realmente se refiere a Palmireno el seudónimo
Dimas,
destinatario explícito de otros poemas denigratorios de
Falcó.
Jaime Falcó se codeó con eminencias de su ciudad desde
joven, pero él era todo un personaje en Valencia. Si ya de
chico deslumbró a sus maestros, ahora su talento causaba la
admiración del reino. Cuenta Sousa que, tras dejar los
juegos de azar, y para procurarse un modo más decoroso de
pasatiempo, el valenciano se inició en el ajedrez, y no
habían pasado unos meses de aprendizaje, cuando ya era
capaz de jugar partidas de memoria y de competir en gloria
con los jugadores más consumados de su tiempo, como el
llamado Abad de Zafra, a cuya emulación se había esforzado
en realizar tanta proeza. De otro lado, en el ejercicio del
verso seguía dando que hablar. Amigo de manierismos, y
devoto de vencer dificultades, componía que era un primor
largas tiradas de hexámetros retrógrados y de hexámetros
que empiezan y terminan en monosílabo, al modo de Ausonio,
y descollaba en demás especies de métrica artificiosa. Todo
sea dicho: como poeta también acreditó desde su juventud
una excesiva soltura en la invectiva que habría de costarle
enemigos. Hacia 1545 zahirió en un epigrama hoy perdido a
Tomás de Villanueva. Arzobispo desde ese año y santo desde
1568; el alcañizano Domingo Andrés le reprendería por ello
en versos, que sí conservamos. Sin embargo, más que estos
reproches episódicos, importa que Jaime Falcó se atrajo la
amistad del ilustre en su tiempo, y a rachas infame, Pedro
Luis Galcerán de Borja. Vástago del linaje de los Duques de
Gandía y grande de España —estaba emparentado con
Felipe II por vía de Juana la Loca—, Borja era
Maestre de la orden militar de Santa María de Montesa,
dignidad que le pertenecía desde los diecisiete años. No
menos que principal y aristocrática fue turbulenta su
condición: hacia 1553 será protagonista de un conflicto de
sangre entre familias nobles valencianas, lo que le mereció
dura persecución de la justicia, y más adelante, acusado de
sodomía, habrá de vérselas con la Inquisición. Pero
asimismo era afecto a las Musas y en su tiempo lo
celebraron como poeta, afinidad con Falcó que sin duda
fomentó la amistad de ambos. Esta relación será perenne y
definitiva: Borja llegará a ser el fautor de Falcó, y lo
acogerá en Montesa, enalteciéndolo con encomiendas y el
oficio de lugarteniente particular; Falcó será el consejero
privado de Borja, y su compañero fiel hasta la
muerte.
Las fuentes biográficas dicen que Jaime Falcó tomó los
hábitos de Montesa en 1559 y ése es el primer
acontecimiento que recuerdan de su relación con el Maestre.
Sin embargo, parece que ya en 1558 era íntimo amigo de
Pedro Borja, según deja ver de una de sus sátiras
(De
partibus uitae). Pero
tal vez sea posible adelantar la promoción ecuestre del
poeta y rastrear su privanza con Borja un poco más atrás.
En una de las cartas del epistolario entre los erasmistas
Gaspar Centelles y Jerónimo Conqués, fechada el 30 de marzo
de 1557, este último escribe al primero que «fray Jaime,
del Orden de Montesa, íntimo amigo del Maestre, vino la
semana pasada y no le hice acometer porque es sagaz y sabe
que soy amigo de vuestra merced». si identificamos al Fray
Jaime del pasaje con Jaime Juan Falcó —y a ello sin
duda invita su presentación como «íntimo amigo del maestre»
y «sagaz» cabría concluir que nuestro poeta ya era hermano
de la orden en 1557. De acuerdo con García Martínez. la
citada carta ilustra, todavía en 1557, las tensiones entre
Borja y Gaspar Centelles existentes a propósito del famoso
conflicto que estalló en 1553-1554, sacudiendo el reino de
Valencia, entre la familia de los Pardo de la Casta y la de
los Figuerola, conflicto en el que Pedro Borja fue
protagonista apoyando a los Figuerola, mientras Centelles
se alineó en el lado rival de los Pardo de la Casta. Ignoro
si Falcó tuvo alguna relación con los sucesos, como podría
sugerir el que aparezca su nombre en dicho documento, si es
que efectivamente se trata de él. Sí consta que la
ejecución de Diego Borja en 1562, que puso fin provisional
a las rencillas, no le dejará indiferente; devoto de la
astrología desde joven, como vimos, en uno de sus epigramas
lamentará no haber usado a tiempo de su ciencia para
impedir el suceso, a su entender escrito en el ominoso
horóscopo del personaje.
En mayo o junio de 1567 habría partido a Roma, para
reunirse con Borja; se ignoran otros motivos del viaje. Al
menos desde principios de septiembre de 1567, lo
encontramos en Orán acompañando de nuevo al Maestre, que
tras aquella cruenta historia de rivalidades nobiliarias
había recuperado el favor de Felipe II, siendo nombrado por
éste Virrey y Capitán General de Tremezén y Túnez, Orán y
Mazalquivir. Por su correspondencia con Pedro Gerónimo
Gombau, canónigo valenciano y amigo íntimo, sabemos que
sufre tenaces aprietos económicos; en realidad, buena parte
de sus misivas se le va en informar a su correspondiente
sobre la maltrecha hacienda y en darle instrucciones para
el saldo de deudas con personas de Valencia. En estos años
recibe las encomiendas de Onda y de Benicarló y Vinaroz,
gracias a las cuales pudo aliviar sus penurias en alguna
medida. De otro lado, Orán era a la sazón próspera fuente
provisional de esclavos de Valencia, y el principal mercado
de importación de negros que tenía España en el
Mediterráneo; en consecuencia, el menesteroso Falcó
traficará con género humano —práctica bien común y
moralmente aceptada— en la tomados para vender la
mercancía en su ciudad a través de Gombau o del notario
Antoni Borrás, su apoderado y acreedor. Así, el 9 de
febrero de 1570 escribe: De Borraz tengo tomados desde que
estoy en Orán seys mil reales y téngole dado al encuentro
seys negros, que valen poco menos. No sólo fueron de orden
financiero sus angustias en Orán. La morisma argelina,
desde tierra, de consumo con los turcos, que campaban a sus
anchas por el Mediterráneo, amenazaba con atacar las plazas
españolas en Norteáfrica y se aprestaba a saltar sobre
Granada para unirse a los moriscos, a la sazón sublevados,
y llevar así la guerra contra España a su propio
territorio. «En Argel» —escribirá, atemorizado, a
Gombau— «se hace gran aparato de guerra y toda esta
Berbería está movida a socorrer los moriscos de Granada. En
muchas partes truena y a la postre lloverá sobre Orán.
Plega Dios que yo salga mentiroso». Alguna vez Falcó nos
sorprende haciendo tareas de contraespionaje para
desbaratar las asechanzas del enemigo y acaso también sale
al campo de batalla en una de las muchas expediciones
realizadas por el Maestre Borja contra el infiel durante su
mandato en África. Pero junto a la milicia. siempre las
letras. No dejará de escribir epigramas y odas, y parece
que durante estos años empieza a componer su
Compendiaria
totius de moribus philosophiae iuxta Ethica Aristotelis
descriptio,
resumen en verso de la ética aristotélica. El 9 de febrero
de 1570 le pide a Gombau: «Suplico a v. m. que me imbíe un
Aristophanes en griego y otro en latín» —y
especifica— «traduzido ad verbum»: precioso indicio
de que entonces se hallaba aprendiendo griego o tenía de
esta lengua la noción de un aprendiz.
Falcó regresó a España el 16 de febrero de 1572, pero no
pudo retirarse a Valencia para descansar, como deseaba: «Me
mandan ir a la corte con tanta instancia,» —dice a
Gombau— «que no he ossado aser otro». No conocemos
qué motivos tan urgentes lo empujaron a Madrid, pero pocos
meses después se produjo un gravísimo suceso que a buen
seguro pudo justificar su permanencia en la corte. El 7 de
mayo Pedro Borja fue denunciado ante la Inquisición por
Miguel Centelles, acérrimo enemigo suyo desde las banderías
de 1553 (véase más atrás, p. VI), bajo la acusación de
sodomía, ingresando en prisión el 28 del mismo mes. Vista
la elevada alcurnia y posición del personaje, la Suprema
consulta en junio a Felipe II antes de abrir proceso; éste
da su consentimiento. Como bien observó Carrasco, la
actitud del monarca apuntaba a varios objetivos de carácter
político, entre los cuales se contaba el de despojar a
Borja de la orden de Montesa, la última que quedaba por
incorporar a la corona; de hecho, Borja acabará años más
tarde cediéndole la orden al rey, y tal vez la
transferencia fue negociada durante el proceso, como
condición para que la ley no cayera sobre el maestre con
todo su rigor. Si dichas negociaciones se produjeron
efectivamente, no habría que descartar la hipótesis de que
Jaime Falcó tuvo alguna parte en ellas durante su estancia
en la corte; o si no, cabe pensar que habría permanecido en
Madrid como delegado de la orden, simplemente, para
interceder por el maestre y buscar una salida airosa al
conflicto por cualquier otro medio. Una de sus cartas desde
la corte refleja esa participación: «Los negocios del
maestre se van desliçando y allargando más de lo que yo
querría, que cierto ando cansado». Prueba indirecta de lo
mismo es el hecho de que el poeta regresará a Valencia
justo después que se dicte sentencia a su
amigo.
Durante su estancia en Madrid, Falcó pudo hacer ilustres
amigos. Tal vez fue en esta ocasión cuando entró en tratos
con Cristóbal Moura, el consejero de Felipe II, que
gustaría de sus versos, según refleja un epigrama de vejez
del valenciano. Sin embargo, parece que tenía en el propio
Felipe al admirador más eminente y quizá también al más
apasionado de la corte. Ocurrían a la sazón los hechos de
Flandes, que Falcó menciona en sus cartas matritenses. Al
parecer, andaba el monarca desesperado porque cuantas
misivas en clave mandaba a sus ejércitos eran interceptadas
y descifradas por el enemigo. Ni corto ni perezoso, Falcó
urdió un lenguaje críptico llamado «laberinto», el cual
probó ser de fábrica tan sutil y eficacia tan grande, que
el propio Felipe II, máximo beneficiario del invento, llegó
a proclamar: «En todos mis reynos no tengo hombre mejor que
Falcó».
Pero junto a estos esplendores, no dejó de conocer algunas
miserias. Sus cartas insisten en informar de deudas e
incomodidades. Sigue el poeta de comendador de Benicarló y
Vinaroz, pero sus intereses se verán entorpecidos por las
intrigas de su apoderado Borrás, a quien acabará revocando
la procura de la encomienda. Pocas más cosas dignas de
mención trasluce el epistolario matritense, y casi todas de
cariz desfavorable: una agotadora enfermedad, algún enfado
de su correspondiente Gombau, malas noticias de Flandes, y
la dilación continua de los asuntos en la corte. Su nombre
salió alguna vez a relucir en el proceso contra el maestre,
aunque sólo se le mencionó como posible testigo no sabemos
si el Santo Oficio requirió su presencia en algún momento.
En noviembre de 1575 el proceso está visto para sentencia.
Pedro Borja es declarado culpable; como cumplía a su
elevada condición —y tal vez. en contrapartida por su
renuncia a la orden— se salva de la hoguera, pero es
condenado a reclusión en el convento de Montesa durante
diez años so pena de diez mil ducados de multa, y a
entregar seis mil ducados para gastos del Santo Oficio, a
razón de dos mil por año. Falcó retorna a Valencia en enero
de 1576.
En 1577 conoció a Manuel Sousa Coutinho, a quien azaroso
trance había llevado entonces a Valencia. Era este Sousa un
joven de familia acomodada y rancia. Caballero de la Orden
de Malta, zarpaba de Cerdeña cuando piratas turcos hicieron
presa de su galera, llamada San Pablo. Cargado de cadenas
lo condujeron hasta Argel, en cuyas mazmorras conoció a
Miguel de Cervantes, que guardaría de él memoria firme.
Mientras su hermano, antes compañero de viaje y ahora de
cautiverio, permanecía allí como rehén, a él lo dejaron
partir en busca de la suma asignada al rescate de ambos.
Arribó a Cataluña, donde, para añadir nueva desgracia a su
ya atribulada andadura, fue despojado por una de las muchas
bandas de salteadores que infestaban la región. Lacerado y
maltrecho alcanzó por fin Valencia, pero una vez allí llegó
a sus oídos la fama de Falcó, que se extendía a todos los
recovecos del reino. Devoto como era de las Musas no
resistió al impulso de conocer al humanista, de quien quedó
prendado: conueni,
audiui, amaui, nos
dice del primer encuentro. Según nos cuenta, convivió dos
años con Falcó, que lo trató como padre y como maestro: le
dictó unos escolios al Ars
Poetica, lo
exhortó a volver a la poesía, y, en fin, lo abrazó con toda
clase de vínculos de amistad.
Probablemente en pago a los servicios prestados en Madrid,
Falcó recibió en 1579 la encomienda de Perpunchent, una de
las más apetecibles de la Orden, y así pudo al fin alcanzar
el desahogo por el que había venido suspirando en los
últimos años. De hecho, Sousa nos cuenta que, por la época
en que convivió con él, Falcó dedicaba su tiempo al ocioso
cultivo de la poesía, de la amistad y de la religión. Sin
embargo, poco después le entró a nuestro poeta la ventolera
de hallar la cuadratura del círculo; a ello debieron
arrastrarle su afición a la geometría, la pasión por lo
difícil y lo extravagante que siempre presidió su quehacer
intelectual, y, en fin, el afán, tan típicamente
renacentista, de superar a los antiguos, quienes habían
porfiado en vano por cuadrar el círculo de forma rigurosa.
Se entregó en cuerpo y alma a su objetivo: pasaba las
noches cavilando y vivía rodeado de compases y reglas, casi
olvidado de la higiene y la comida. Pronto advirtió lo
inútil de sus esfuerzos y quiso abandonar la empresa, pero
comprobó con horror que ya era demasiado tarde: pensar
en la cuadratura se había vuelto una obsesión tan
invencible como el problema mismo de la cuadratura.
Imploró, desesperado, el auxilio del cielo para escapar de
tan difícil trance, pero cuando la cordura ya le empezaba a
flaquear (más bien, a consecuencia de eso mismo), creyó
haber obrado el imposible milagro. A la manera de
Arquímedes, salió corriendo de su casa desnudo —o en
paños menores, que las fuentes discrepan en este
punto— y se puso a alborotar el vecindario con un
grito inverosímil de triunfo: Circulum
quadrauit Falco quem nemo
quadrauit!.
Publicó su hallazgo el año 1587, en Valencia, en un tratado
que se conocería con el título De
quadratura círculi.
Rápidamente ganó elogios y reprobaciones. Lejos de
arredrarse ante estas últimas, hizo reimprimir su obra el
año 1591 en Amberes, sin duda para procurarle mayor
resonancia internacional.
Mientras Falcó andaba perdido en sus cavilaciones
circulares, menesteres no menos complicados embargaban a
Pedro Borja. Como informa Carrasco en 1579 el maestre había
quebrantado la reclusión en Montesa, por lo que se le abrió
nuevo expediente, si bien se ignora si pagó la multa
correspondiente de diez mil ducados. En 1583 acometió una
de las acciones por las que más lo recuerdan los libros de
historia: la cesión del maestrazgo de Montesa a la corona
de Aragón. Según las fuentes sobre la orden, esta acción se
debió a que Borja quería procurarle más altos estados a su
hijo Juan, quien era ya comendador de Montesa, y a falta de
otros recursos resolvió dejarle su propio cargo de maestre;
y que como el capítulo de la orden, reunido aquel año de
1583, se opusiera a pretensión semejante, Borja quiso
halagar a Felipe II cediéndole el maestrazgo para que éste
a cambio favoreciera al hijo Juan, quien, adelantémoslo ya,
acabaría recibiendo la encomienda mayor de Calatrava. Sin
embargo, no es descabellado pensar como dejaba entender
Carrasco que el propio rey hubiera planeado apropiarse de
la orden ya en 1571, al lanzar el aparato de la Inquisición
contra Borja; de este modo, el proceso no habría
constituido sino una hábil maniobra destinada a poner
contra las cuerdas al maestre para, entre otros fines,
obligarle a renunciar a Montesa, la última orden militar
que aún era independiente de la corona. Sea como fuere, lo
cierto es que en virtud de una bula emitida por Sixto V el
15 de marzo de 1587 (conocida como la bula de la
incorporación entre los historiadores del Montesa), la
orden quedó anejada a la corona de Aragón, y Felipe II se
convertía en el primer maestre-administrador real de la
orden, si bien poco después se acordó que Pedro Borja
siguiera ostentando el maestrazgo hasta su muerte, y que
sólo entonces pasara el cargo a manos del monarca; en
contrapartida, como ya dijimos, Juan de Borja recibió la
encomienda mayor de Calatrava. A éste último poco le duró
la dicha, porque murió al año siguiente, el día 29 de
septiembre. Felipe II —no sabemos si quiso consolar
al maestre o si sólo cumplía condiciones ya contempladas en
el acuerdo de transferencia de la orden— le otorgó a
Borja la encomienda que apenas disfrutara el hijo
malogrado, así como el virreinato de Cataluña, Rosellón y
Cerdeña. Pedro Borja llegó al principado catalán el 11 de
marzo de 1591. Por poco tiempo ejerció sus nuevos poderes.
Murió en Barcelona el 20 de marzo de 1592. Jaime Juan
Falcó, que era su albacea testamentario, mandó traer el
cuerpo al panteón de los Duques de Gandía, ubicado en la
iglesia colegial de esa localidad.
Montesa tuvo en Pedro Borja a su decimocuarto y último
maestre regular; tras la muerte de éste, tenía ahora en
Felipe II a su primer maestre-administrador real. Los
asuntos de alta política, sin embargo, impedían al monarca
desempeñar devotamente su nueva dignidad, así que, con
vistas al gobierno vicario de la orden, se creó la figura
del lugarteniente general del maestre-administrador. El 20
de febrero de 1593, el virrey del Valencia propuso a Felipe
II tres candidatos para el cargo: Fray Juan Ferrer,
comendador de Almenara, Fray Pedro de Rojas y, por último,
Fray Jaime Juan Falcó, comendador de Perpunchent. El rey,
que al parecer no tuvo dudas en la elección, se pronunció
en favor de nuestro humanista. Según Sousa, Jaime Falcó
declinó modestamente el nombramiento, pero el rey le obligó
a aceptarlo; por el contrario, según Samper, jamás tomó
posesión de la dignidad, a causa de «sus muchos años y
achaques y asimismo porque lo absorbían ciertos problemas
relacionados con la herencia de Pedro Borja. Parece que el
portugués está en lo cierto: el Libro
de registros del último Maestre desde 1579-1592 (AHN,
Órdenes Militares-Montesa 567-c) contiene
el registro siguiente para la fecha del 17 de abril de
1594: «sentencia contra Fr. Vicente Sentis por haber casado
sin licencia: fue condenado con seis meses de reclusión en
Montesa, 100 ducados y costas. Ancianos: Covarruvias
Assesor; Falcó Lug. ten. gral y Terza, Procurador Gral.
como cavalleros de Orden a instancia del Fiscal». No se
equivocó Samper, sin embargo, en lo referente a los
problemas de Falcó por causa de su oficio de albacea. De
este asunto nos informa el propio poeta en un epigrama
titulado De
obitu Petri Borgiae Militiae Montesianae Magistri in
causidicos. Aquí
cuenta que Borja había dejado al morir más deudas de las
que soportaba su hacienda, y que él mismo, como albacea del
difunto, sufrió las consecuencias: los acreedores
insatisfechos le llevaron ante los tribunales, reclamándole
pagar de su propio bolsillo; y lo que fue peor: sus
abogados, gente pérfida —contra ellos va dirigido, en
realidad, el epigrama— no hacían sino alargar su
causa a base de trucos y argucias, hasta un punto
intolerable para su edad achacosa y su peculio, y ello,
para vengarse de otras invectivas que Falcó había escrito
en tiempos pasados contra el gremio de los leguleyos.
Ignoramos en qué quedaron tales tribulaciones forenses,
pero no fueron éstos los únicos problemas que la herencia
de Borja le acarreó. Según Samper Felipe II ponía reparos
en que se ejecutase una disposición testamentaria
consistente en la asignación de 1825 de renta a Pedro Luis
Borja, hijo natural del maestre. En consecuencia, Falcó
debió trasladarse a la corte para suplicarle al Rey
Prudente que accediera a la voluntad de Borja, y tanta
insistencia y devoción puso en sus ruegos, que el rey vino
a llamarlo el amigo del muerto, y acabó dándole
satisfacción en todo lo que pedía. Resuelto el caso, se
disponía por fin a regresar a Valencia, pero no pudo colmar
su deseo. La muerte le sobrevino en Madrid, el 31 de agosto
de 1594. Fue enterrado en el Colegio de la Compañía
de Jesús, en la misma ciudad.
Falcó permaneció soltero toda su vida, aunque la orden de
Montesa no le vedaba el matrimonio. Sin embargo, tuvo un
hijo, también llamado Jaime Juan. Falcó hijo heredó de su
padre, por gratitud y consideración de la Orden hacia éste,
la encomienda de Perpunchent, herencia a la que renunció
para hacerse dominico y entrar en el Real Convento de
Valencia, el 28 de octubre de 1581. Aquí ejerció los
oficios de Prior, Vicario, Maestro de novicios y archivero.
Estudió Artes y Teología; haciendo honor al título de su
orden, descolló en el arte de predicar, hasta el punto de
ser nombrado Predicador General por la Santa Provincia de
la corona de Aragón. La redacción de obras históricas y
piadosas completó su actividad: Historia de las cosas más
Notables, pertenecientes al Convento de los Predicadores,
de la ciudad de Valencia; Chronicon
Monastichon, (en
dos volúmenes Selectiora
Annaliurn Cardinalis de Baronio; Loca Sacrae Scripturae, et
SS. PP. ad Sermones Dominicales conficiendos; Polyanthea
Sacra; De Euchraristia; Flores Sacri; De Excessu Beatae
Virginis; Casos
de Conciencia (obras que se conservan manuscritas en la
Biblioteca del Convento de Valencia). Murió el 9 de marzo
de 1641.
¿Y qué fue del «hijo espiritual» de Falcó, Manuel Sousa
Coutinho?. Después de su estancia en Valencia, regresó a su
patria. Allí pudo resarcirse de los malos tragos que la
fortuna le había hecho pasar durante sus andanzas como
caballero maltés. Entre 1584 y 1586 se casó con Magdalena
de Vilhena, desposada en primeras nupcias con Joäo de
Portugal, que había desaparecido en la aciaga batalla de
Alcazarquivir; tuvo de ella una hija. En Almada, donde se
había establecido, ostentaba el mando de setecientos
soldados de infantería y cien de caballería. Desde allí
seguía pendiente, con preocupación, de Falcó: los poemas
del maestro aún estaban inéditos y dispersos; Su salud era
ya precaria, y su prestigio de geómetra se veía severamente
amenazado por los detractores que mereció la cuadratura del
círculo. Pero al margen de esta inquietud y de aquella
prefectura, vivía apaciblemente, entregado al ocio y al
ameno cultivo de las Musas. Sin embargo, esta felicidad
habría pronto de ceder al destino de hierro que gobernó su
existencia. En 1599 la Asamblea de los Gobernadores del
reino se trasladó a Almada, ya que Lisboa estaba amenazada
por la peste. Una vez allí, requisaron las viviendas de
particulares para su propio hospedaje, y entre ellas la de
Sousa; éste, negándose al ultraje —algunos biógrafos
ven aquí un signo de rebeldía de nuestro portugués al
dominio español—, prefirió prender fuego a su propia
casa y huir del reino. Fue a Madrid, a implorar la ayuda
del rey, pero también aprovechó su estancia matritense para
recopilar de aquí y allá los poemas del difunto Falcó y
darlos a la imprenta en 1600. En 1601-1602 aparece, como
apunté más arriba, al mando de una factoría de esclavos en
Cartagena de Indias; en la misma época anduvo por Panamá.
el Perú y el Río de la Plata, donde ejerció el comercio y
la exportación de ganado a Angola. En 1614, la noticia de
la muerte de su hija lo hace regresar a la patria, pero
entonces, un rocambolesco caso puso colmo a la serie de
desgracias que marcaron su vida:
D.
Joäo de Portugal, primer marido de su esposa al que todos
hacían muerto en la batalla de Alcazarquivir, o preso en
una cárcel argelina, apareció vivo en Portugal. Disuelto su
matrimonio, Sousa ingresó en el monasterio de Benfica,
donde adoptó el nombre de Luis. Allí alternó sus oficios
monacales con la composición de obras históricas en
portugués. Murió en 1632.
Su obra despertaría grandes elogios; los estudiosos le
recuerdan como un gran estilista de la lengua portuguesa.
Su vida y su figura habrían de inspirar a poetas trágicos y
a narradores de infortunios: ya mencioné a Miguel de
Cervantes, si bien las circunstancias que vive el Sousa de
su Persiles
parecen
ficticias; más fiel a los hechos es el drama
romántico Fray
Luis de Sousa, de
Joäo Bautista Jeitäo de Almeida Garret, cuyo estreno tuvo
lugar en 1843, con gran llanto del público
asistente.