Extraído
del libro de
Daniel López-Cañete Quiles
"Jaime Juan Falcó, Obras Completas Vol.
I", con permiso
explícito del autor. El
texto original está escrito en latín y traducido por
Daniel López-Cañete
EMMANVELIS
SOVSA PROLOGVS
A
LOS CURIOSOS LECTORES,
SALUD
Este es
el lugar donde los que publican sus libros suelen decir
unas pocas palabras preliminares acerca de sus intenciones
o sus criterios. Mas yo, doctos lectores, a quien le ha
tocado en suerte sacar a la luz libros ajenos,
probablemente parezca obrar en mi legítimo derecho si no
sólo digo unas pocas palabras, sino incluso si presento un
libro mío para que se lea antes que el ajeno. Muchas cosas
que decir tengo pendientes, y acusaciones de muchos a las
que anticiparme. ¿Quién abarca, pues, muchas cosas en pocas
palabras? Ya estoy viendo a la mayoría de la gente
acometerme de este modo: «¿Qué tiene que ver un portugués
con un valenciano? ¿Qué, un desterrado con un difunto?
Además, ¿Por qué buscas el aplauso con una obra ajena? ¿Por
qué pretendes arrancarles a los valencianos un aplauso que
corresponde a su tierra?». Luego, los que empiezan a leer:
«¿Por qué ahora nos endilgas centones virgilianos? ¿Por qué
conviertes a Aristóteles en poeta? ¿Por qué divides y unes
varios libros en un librito breve?». Este es, sin duda, el
pago con que se recompensa el trabajo de casi todos los
escritores, y no se me escapa que es antigua esa costumbre
del vulgo y es tradicional ese vituperio, de manera que
creemos francamente que todos los que se aplican a los
estudios de las buenas artes y sirven al interés público,
lo hacen no incitados por ninguna esperanza de recompensa
humana, sino instigados por impulso divino; por lo cual veo
que en estos preliminares tendré que organizar no un
prólogo, sino una apología. Quisiera, pues, que todos los
mortales antes de nada se convenzan de que ningún estímulo
de huera gloria me ha empujado a asumir esta empresa. Es el
deber de una amistad antigua y firmemente arraigada. Si
alguno de vosotros ha comprometido su alma alguna vez con
parecido vínculo, fácilmente lograré el crédito ante
quienes hayan tenido tal experiencia. Mas para que cada
cosa se explique con más claridad, debo antes avisar
algunas cosas de mi amigo Falcó.
Jaime
Falcó nació en Valencia de los Edetanos (es una ciudad muy
conocida en España tanto por la belleza de su paisaje como
por su fecundidad en ingenios), en el seno de una noble,
sin duda, y rancia familia. Durante sus primeros años se
aplicó a las humanidades. En ellas hizo concebir tales
esperanzas sobre su persona, tanto por su agudeza de
ingenio como por su gravedad de pensamiento, que sus
maestros aseguraban que había nacido poeta. Junto a ello,
siendo apenas un niño percibía las cantidades de las
sílabas, ya escandía los versos en su exacta medida,
reconocía los defectuosos y los corregía, y recitaba todo
Virgilio de memoria. Habiendo recibido de la naturaleza ese
talento, apenas lo cultivó en los primeros rudimentos de
las humanidades. Es éste un vicio peculiar de nuestra
España: tenemos un cielo nada mezquino en talentos, pero
unos hombres muy mezquinos en cosas de educación, de tal
suerte que los hombres más brillantes que hemos tenido,
éstos, en gran número, han ejercitado su talento en países
extranjeros, libres de la negligencia o la mezquindad de
sus padres. Así, Falcó, que debe más a la naturaleza que a
la disciplina y a sus padres, en un momento muy inoportuno
torció su juventud hacia el ocio. A partir de ahí concentró
su atención en prácticas de juegos de azar y dados, en
mayor medida de lo que conviene a un amante de las letras.
Este es el único vicio que cabe achacársele en esa edad, y
contra él arremetió poco después de tal manera en dos
sátiras, que puede suponerse que de sobra se arrepintió de
haber malgastado su tiempo.
Mas como
era de eximia condición, tal como un peso hacia su centro
él se decantó, por propia inclinación, hacia los estudios
de las letras. Ausente de las aulas universitarias, en casa
se imponía muchas y difíciles tareas de aprendizaje. Bajo
su propia guía y sin la ayuda de nadie recorrió toda la
filosofía de Aristóteles y los libros de Platón. En las
artes matemáticas de la geometría y astrología profundizó
tanto que resultó una eminencia en ambas. Mas para no
machacarse el seso constantemente con el estudio de
intrincadas ciencias o no parecer menos humano a sus
coetáneos y vecinos, de hecho se entregaba al juego con sus
amigos durante ininterrumpidas horas, pero a una clase de
juego que ejercitaba su talento profundamente y no sin
virtuosidad. Se había enterado de que un sacerdote, llamado
familiarmente el Abad de Zafra, había alcanzado enorme fama
en el juego del ajedrez, no sólo porque vencía a todos los
hombres de su época gracias a su pericia técnica, sino
porque jugaba de memoria y retirado del tablero con rivales
que sí estaban sentados frente a éste (cosa que admira al
contarse). Florece este juego en España, sobre todo entre
nobles y varones de buenas costumbres. Es un certamen de
entendimientos, una prueba de inteligencia; de menos valor
resulta en él la ganancia que la victoria: la propia
victoria es más bien el premio y la recompensa de la
victoria. Referiré un ejemplo de su brillantísimo talento.
Aunque antes no sabía ni siquiera mover las piezas, al cabo
de un corto espacio de tiempo no sólo jugaba con destreza y
conseguía la victoria frente a jugadores muy acreditados,
sino incluso jugaba de memoria y competía en celebridad con
el propio Abad. De fijo sé que a muchos esto va a
resultarles increíble. Mas ya que mientras estoy hablando
hay testigos vivos, no me sonrojo al contar cosas
admirables, y a todos los incrédulos quisiera rogarles que
no me presten crédito o retiren de sus mentes la
desconfianza antes de interrogar a los propios testigos
oculares, que todavía quedan bastantes.
De tal
condición era Falcó, que siempre se asignaba cosas
dificilísimas, según declara él mismo con elegancia en el
libro II, oda 24. Por lo cual, cuando lo acusaron por el
estilo donoso y fácil que empleaba en sus sátiras (como si
perdiera el nombre de poeta quien se aparta de esa adusta y
oscura manera de escribir de Persio), centró su atención en
componer una sátira entera donde, remedando literalmente la
frase de aquella sátira horaciana que empieza,
Cómo
es posible, Mecenas, etc.
comenzaba cada verso con un monosílabo y lo concluía con un
monosílabo. Por la misma razón imitó a Persio en su sátira
segunda, Oh,
afanes, oh, costumbres, etc.
Pero quien tan preclaro talento había recibido de la
naturaleza, en modo alguno podía verse inducido a expresar
de modo oscuro las consideraciones del espíritu. Había
leído en Gelio, según él me aseguró muy a menudo, que el
género de poesía yámbica que constaba de pies yambos puros
fue el que se juzgaba más difícil en aquella antigua era.
De ahí aprovechó la ocasión para escribir epigramas y no
pocas odas en yambos puros, no sin un esfuerzo ingente,
pero tampoco con menor prez. Dejo a un lado los diversos
tipos de retrógrados que se aparecen en el libro primero;
la verdad es que este empeño, aunque parezca estéril e
indigno de hombre tan capaz, prueba con todo una sutileza
de ingenio no despreciable. Pero lo que más recomendó a
Falcó de cara a su fama de habilidoso y sagaz fue una nueva
manera de escribir en clave (los españoles la llaman cifra)
inventada por él. Al enterarse de que las cartas reales que
se mandaban al ejército eran a menudo interceptadas y
revelaban nuestros planes al enemigo, por más que estaban
escritas con un código bastante oscuro, ingenió uno nuevo
tan enredado de inextricables revueltas, que con razón
puede llamarse Laberinto
(nombre
que le dio su autor). Nosotros, por interés público, lo
hemos adjuntado a sus trabajos sobre geometría. Aun querido
de todos como era en su ciudad por estas prendas, es
increíble hasta qué grado de íntima confianza, hasta qué
punto de estrecha amistad se ganó el afecto del
sapientísimo varón Pedro de Borja.
Era éste
Maestre de la orden de Montesa, muy insigne en ese reino, y
hermano de Francisco, ilustrísimo duque de Gandía, y
comoquiera que estaba dotado de un genio muy industrioso, y
no era menos distinguido por su inmensa generosidad, cuando
comprobó la lealtad de Falcó, su habilidad, y su integridad
de espíritu en los más importantes negocios, entonces, con
los mayores honores lo incorporó al colegio de Montesa, y
andándose el tiempo colmó sus dignidades con una renta muy
honorable (los españoles la llaman encomienda); se hallaba
ésta localizada en la ciudad de Perpunchent. Al dirigirse
una y otra vez ante el rey para debatir sobre los más
graves asuntos, se lo llevó consigo y lo hizo partícipe de
todas sus deliberaciones. También lo hizo trasladarse a
Orán, en África, adonde fue enviado por el rey en misión de
capitán general de aquella guarnecidísima plaza. Admiraba
tanto la prudencia de nuestro hombre, su perseverancia y
seriedad en todo, que ni en su tiempo libre ni en su
trabajo hacía nada sin consultar a
Falcó.
Mientras
tanto Falcó en ningún momento abandonaba los libros, sobre
todo a los poetas, y siempre tenía algo en mente; ya
escribía un epigrama, ya un himno; incluso a las noches les
robaba horas que trasladaba al día y dedicaba a las letras.
Por ese tiempo acometió una descripción sumaria de
la Ética
de
Aristóteles imitando las Geórgicas
de
Virgilio (obra amenísima, si la hubiera concluido tal se
propuso, y tanto más útil que las Geórgicas
cuanto
el cultivo de los espíritus es superior a la agricultura).
Su principal empeño fue componer un poema épico para
ensalzar las gestas de los españoles. Con harta frecuencia
le oí decir que sólo eran dignos del nombre de poeta los
que se atrevían a escribir un poema épico, y esto lo afirma
claramente en su comentario al Arte
Poética. Es
admirable con cuán tenaz ahínco se aplicó a esta
lucubración. Revolvió y escudriñó muy a menudo libros de
Platón, de Aristóteles y de Horacio sobre poética, y
acometió la lengua griega para rastrear a fondo el sentido
de Homero, a quien había leído en latín. Comoquiera que
tenía concebidos en su mente muchos proyectos, a la manera
de un pintor que traza el boceto empezó a echar los
cimientos, organizaba la estructura de la obra, y repasaba
de tal modo ora las partes intermedias ora las últimas, que
a los lectores les resulta fácil suponer a partir de los
fragmentos que incluimos entre sus libros, que Falcó se
había impuesto competir con los primeros varones de la
Antigüedad.
De
concluir felizmente ambas obras privaron a nuestro hombre
quehaceres diversos en los que casi siempre se veía
empeñado por su mecenas Borja, toda vez que nunca anteponía
sus intereses personales a los compromisos de amistad. Lo
que más siento: se perdieron no pocos trozos de ambas obras
que sin duda agradarían a los estudiosos y le reportarían
la gloria a su autor. Jamás las escuelas de Apolo han
traído al mundo un poeta menos ansioso de gloria. Cuando
aquella mente suya había concebido un nuevo parto,
enseguida, mal padre que era, lo encomendaba no a
manuscritos dorados ni adornados con minio sino a
papeluchos bastos o al reverso de una carta, o lo escribía
al pie de cualquier libro. Por eso sus amigos le reprendían
a menudo con los mismos versos con que Eneas a la Sibila en
Virgilio: No
encomiendes tus cantos sólo a hojas, no sea que salgan
volando revueltas, cual juguetes de los raudos
vientos.
Es
indudable que, si no hubiera sido por los amigos, apenas si
se habría podido recopilar este pequeño libro, el cual en
cambio crecería hasta duplicarse si subsistieran todos sus
escritos o si él se hubiera consagrado a sus obras con la
misma pasión con la que tantos ignorantes narcisos admiran
las suyas. Yo he recibido muchas composiciones de sus
amigos; con mi esfuerzo y mi celo, me he hecho, cual
cetrero, con no pocas que se debatían en el peligro de
desaparecer o de cambiar de padre. Después que Pedro Borja,
ya en edad anciana, se retiró de su desempeño en cargos
públicos para dedicarse al descanso y al sosiego, aquél,
que andaba cerca de su mecenas en número de años, se
recogió en su ciudad natal. Allí departía con sus amigos,
cultivaba su alma en todas las prácticas de la piedad, mas
de las musas nunca se apartaba. Precisamente en esa época
conocí a este hombre. Llegué a Valencia en el año mil
quinientos setenta y siete después del parto de la Virgen.
Éste era el sitio de residencia que yo había elegido para
gestionar el rescate mío y de mi hermano, pues tras ser
capturados por piratas junto a Cerdeña en una trirreme
maltesa a la que casi habían mandado a pique los embates de
una tempestad, y conducidos luego hasta Argel, en África,
acordamos con el arráez moro que a mí me dejarían ir libre
a mi patria con el compromiso de volver con el rescate
estipulado para la libertad de ambos. Al llegar a la
ciudad, no pude por menos de conocer a Falcó, cuya fama
llegaba a todos los recovecos de aquel reino. Lo conocí, lo
escuché, quedé prendado de él. En efecto, menos grande era
la fama que el hombre mismo que la suscitaba. Durante dos
años lo traté como padre, lo veneré como maestro. Y él
cumplió ambos deberes, los de padre y los de maestro, con
total devoción. Entre otras cosas, me explicó a conciencia
el Arte
Poética de
Horacio, y me dictó justamente esos mismos escolios que
hemos adjuntado a estos libros.
A
mí, que ya me había casi olvidado de las Musas, me incitó
al estudio de las letras, a mí, desalentado como estaba, me
empujó a la poesía, y como previendo el futuro, me estrechó
con toda clase de lazos de amistad.
Consumía
por entonces sus esfuerzos en una parcela harto difícil de
la geometría. Como su mente inagotable le obligaba a
acometer no sólo empresas grandes, sino también
tremendamente arduas y llenas de escollos, se había
impuesto descubrir la cuadratura del círculo. Se aplicó a
este empeño con tal entrega de facultades que todos sus
amigos sentían miedo por su salud: decían que pasaba sin
dormir noches enteras, se olvidaba con frecuencia de cenar
y con frecuencia de su propia persona, y tanto en vigilia
como durante el sueño se hallaba rodeado de compases y
reglas, y en algún momento pareció no estar en sus cabales.
Es fama que espantado de la enormidad de la empresa quiso
sustraerse a tan gravoso empeño, y a ese objeto imploró el
socorro de Dios y de hombres célebres por su piedad; y que
sin embargo, como había adquirido el hábito de cavilar por
su continuo ejercicio, en modo alguno pudo zafarse de
aquella obsesión. Pero de ello trataremos más ampliamente
en los propios comentarios de geometría que de un día a
otro sacaremos a la luz, donde vamos a mostrar las
cuadraturas del círculo ensayadas felizmente por diversos
procedimientos. En recomendación de mi amigo sólo añadiré
lo que refiere el belga Arnold Wion en la obra que
tituló Árbol
de la vida, tomo
2, capítulo 40, página 2: «Fray Jaime Falcó, español, de
Valencia, caballero de la Orden de Montesa, hombre de
inteligencia prodigiosa. Pues lo que antes se desconocía,
él nos lo ha revelado con su inteligencia, y es que hace
pocos años ha descubierto por primera vez la cuadratura del
círculo, y ha escrito sobre ella un célebre tratado impreso
por Johan Beller en el año 1591». Estas eran sus palabras.
Como Falcó estuvo tan profundamente absorbido por estos
desvelos, en modo alguno pudo reintegrarse a disciplinas
más humanas, aunque ya gozaba de abundante tiempo libre
para acabar las obras empezadas o para pulir las
desprovistas de acabado. Por eso presentamos aquí muchas de
ellas sin acabado, muchas carentes de adornos, algunas sin
corregir del todo, a las cuales esperamos que daréis
vuestro visto bueno, sobre todo cuando os hayáis dado
cuenta de merced a qué casualidad y a qué fortuna estos
monumentos que estaban ya a punto de desaparecer han venido
a parar de las tinieblas a la luz.
Falcó
había expirado fuera de su patria chica. Sus escritos
estaban desperdigados entre las manos de muchas personas.
La mayoría los tenía Francisco Beneyto, varón eximio por su
nobleza y piedad; como era muy amigo de Falcó, deseaba
vivamente encomendarlos a la memoria. Se oponían algunos
con argumentos ciertamente endebles, en parte hombres de
prestigio, en parte gramáticos, no sé si más celosos de su
propia gloria y de la de su patria que de Falcó. Así, la
patria ingrata enterraba, junto con su autor, obras harto
dignas de perdurar, y privaba de honor no sólo a aquellos
que son ensalzados en este libro, sino también a los que
son censurados en las sátiras. Sensatamente, a mi entender,
dijo un italiano: «Más valor le daría yo a ser destinado a
los infiernos por Dante Alighieri en aquel poema suyo tan
imponente, que disfrutar de las riquezas, del poder y la
dignidad de un reyezuelo de Italia». Palabras ciertamente
espléndidas y dignas de un hombre romano. Pues si aquel
impío enemigo de Diana de Efeso no vaciló en buscar la fama
de su nombre incluso mediante un incendio, ¡con cuánta más
gloria se arrogarán la inmortalidad aquellos cuyos nombres,
rozados levemente por las chanzas de un hombre
sapientísimo, son transmitidos a la posteridad por versos
que han de vivir eternamente! A la postre una casualidad
resolvió el litigio. Vivía yo en Almada, Portugal,
localidad que está cerca de Lisboa, si bien entre ambas
fluye por corto brozo de mar el Tajo; es de clima
saludable, abundante en manantiales, harto propicia para el
cultivo sosegado de las musas. Llevaba una vida libre de
preocupaciones y casi del todo campestre, con la salvedad
de que el rey me había encargado la capitanía de
setecientos infantes y casi cien jinetes que teníamos
prestos al combate, si alguna vez la situación lo requería.
Presentáronse unos gobernadores del reino que trasladaban
su asamblea a Almada. Se repartieron las casas de la ciudad
para alojarse en ellas. Aunque había otras muchas y no poco
confortables, se piden también la mía. Esta petición,
cargada como estaba de un despotismo que atentaba contra la
costumbre patria y la tradición de los antepasados y las
muy benignas leyes de los monarcas, dejaba bien a las
claras que aquéllos, renovando la memoria de una antigua
desavenencia que tenían conmigo, cuando se les presentó la
oportunidad vomitaron el veneno de su odio, desde tiempo
atrás reconcentrado, sin recordar para nada que abusar del
poder de un cargo público para vendetas particulares
descalifica a varones principales cuales eran ellos.
Comoquiera que me irrité violentamente, una súbita e
inaudita metamorfosis salvó a mis indignadas paredes del
oprobio: se convirtieron en humo y en cenizas. Acto seguido
me dirijo a toda prisa hacia Madrid a ver al rey, rey que
por su complacencia hacia los nuestros y su ecuanimidad
hacia todos es verdaderamente el sucesor de los reyes
portugueses. Así, aquel quinquevirato se granjeó a sí mismo
no chico odio, me acarreó a mí un inesperado exilio, y le
deparó a Falcó la gloria. Cuando llegué a Madrid, ninguna
otra cosa juzgué más importante que perpetuar la memoria de
mi amigo. Recogí escritos de todas partes, los ordené, los
repartí en libros, me hice cargo de una tarea ingente: tan
desperdigados estaban todos, y revueltos y discordes entre
sí. Muchos ánimos me dio el Conde de Ficalho, Juan de
Borja, intendente del palacio de la emperatriz María,
sobrino del Maestre por parte de su hermano, hombre de
enorme prestigio, de quien tenemos obras llenas de doctrina
y erudición. Mucho me estimuló el venerable Tomás, obispo
de Málaga, hermano del Maestre. No poca ayuda me prestó
Beneyto, quien, nombrado heredero por Falcó en su
testamento, se preocupó de reunir todos los escritos que
pudo, tanto poéticos como de geometría, y enviármelos con
presteza.
Falcó
vivió setenta y dos años. Murió en Madrid, recibiendo
sepultura en el templo de la Compañía de Jesús, el año
1594. Hasta su último aliento se entregó a los estudios,
cada vez que sus compromisos se lo permitían. Llevó por
siempre vida de soltero. Trató a sus amigos con la mayor
solicitud. Es más, por ese motivo acabó sus días fuera de
la patria chica, pues, aun si un septuagenario, no vaciló
en presentarse a la corte por mor de su mecenas, que había
ya fallecido, ni en entrevistarse con el rey y ocuparse de
los asuntos de su amigo muy persistentemente. Y persistente
es la fama de que el sapientísimo rey, asombrado ante la
persistencia de nuestro hombre, lo elogió en declaración
pública, diciendo que no tenía en todo el reino ningún
hombre mejor que Falcó. Sobre la inmortalidad de las almas
y la disolución de la naturaleza disertaba con pasión y
donosura dondequiera que se encontraba, revelándose como un
sutilísimo demostrador de la inmortalidad; y es que a él,
como pensaba que todos los bienes residen en la muerte, su
peculiar gravedad de espíritu le aguzaba el ingenio. Al
escribirme una vez, éstas fueron más o menos sus palabras:
«me pides que te cuente algo de nuestros amigos comunes.
Para que lo sepas, a Gombau se lo llevó la parca; a
Cristóbal también, pocos días después; Clemente ha sido
enviado a Mallorca, Moncada a Cerdeña, ambos para ocupar
una magistratura. Pero si me crees, pienso que se ha tenido
mejor trato con los que han muerto». Tal cosa dijo. Muchas
virtudes despuntaron en Falcó: la cortesía, la generosidad,
la entereza ante las dificultades, el desprecio de la
fortuna. Fue tal su modestia que, cuando toda la
administración de la orden de Montesa pasó a sus manos, al
ser investido por el propio rey como lugarteniente con
posición y dignidad regia, negaba insistentemente que él
fuera digno de honor tan grande, y no asumió el cargo hasta
que se vio forzado por imperativo real. Para no decir más,
tan piadoso se mostró en todo, tan filósofo, que podrías
llamarlo Platón Cristiano. De un hombre con tal categoría,
doctos lectores, son las lucubraciones que os presento, y
voy a formular un vaticinio no délfico sino verdadero: que
de seguro a nadie que persevere en el camino de la virtud y
emprenda cosas dignas de memoria, le faltará quien ensalce
sus méritos y transmita su nombre a la posteridad.
Adiós.